LA SEGURIDAD ES UN PERFUME
Me encuentro con el poeta de nuevo. Me encuentro con él en la calle, en los andenes del metro, en los transbordos, en las avenidas vacías, en los bares de copas, en los jardines de invierno. Y constato que ha pasado el tiempo, mucho tiempo, pero me sigue pareciendo familiar su compañía. A veces (ahora también, pero sobre todo hace muchos años) me gustaba pensar que nos unía algo la tierra, la tierra hecha palabra, a pesar de la distancia de los años, de la experiencia, y a pesar de que él era un poeta (escribía poemas) y yo sólo acudía (acompañaba) a esos poemas. Entonces, como ahora, me gustaba pensar en esa tierra. ¡Villarino de los Aires no quedaba tan lejos de Vitigudino! Y esa vieja fotografía de 1944, rescatada de la Librería Vieja de Valdepares, La Habana, que ilustraba mi viejo ejemplar de Ardicia (su Antología Poética editada en Cátedra), me traía a la cabeza los aromas y sabores que luego, según pasaban los días, me iban descubriendo sus poemas: candil, castilla, garbanzo, cántaro... Y, luego, más tarde, cuando llegaba la mortaja y la tierra se hacía de cemento, de lágrima, ciudad o letra urbana, de música, de ruido o de sucesos, tampoco me dejaba en la estacada (los poemas, como siempre, eran signos), tampoco me dejaba su palabra. José Miguel Ullán, entonces (Maniluvios), me contaba la historia de un poeta, cuando yo disfrutaba mucho escuchando extraordinarias historias de poetas, cuando todo alrededor era poesía: “Era un poeta joven, apenas conocido./Tenía ante sus labios/el verde edén, añiles barcas, grises/cuchillos libres, nubes jaldas,/castos/huesos sin fiebre, la embaiadora liria/de mil manzanas redentoras,/ágape/con agujeros del destierro, un cáliz/para brindar por otro cielo/y plumas/donde el eclipse se detuvo.../Entonces,/desde su edad y su terror,/arpando,/vino al misterio/y apagó las velas”. Aunque, curiosamente, recuerdo ahora, era un poema de otro libro, precisamente de Mortaja, el que yo leía constantemente, muchas veces, y el que he seguido leyendo una y mil veces desde entonces, sin saber bien porqué, sin acabar de entenderlo. “La seguridad es un perfume”, escribía Ullán al principio de Un perfume en Kornplatz; y explicaba: “Yo no fui una persona seria, a mi vez; pero me había vuelto ya lo bastante práctico como para ser definitivamente un cobarde. Quizás, a causa de esta actitud, daba yo la impresión de una calma perfecta”. Un perfume en Kornplatz era exilio, emigración, amor, destierro, era España, una España desgarrada, profunda, desde un país extranjero, y era tantas cosas a la vez que yo me veía atraído por el carrusel de esos versos como un deseo joven imantado por un genio. Ahora, cuando vuelvo a releer aquel poema, todavía me da vida y me hace daño: “Ya no sé ni llorar. Maruja, acaso/sepas de odio/del perfume amargo/que tanto amé, que pudo ser, que fuiste,/y fue ceniza./Pudo ocurrirme sin zarpar. Y pudo/tener lugar en Copenhague o Roma./Pamplina, a fin de cuentas, la diana./La fábula, la misma. No te olvido./No sé por qué. Kornplatz./Hacer un nudo corredizo y ya”.
Hoy mismo, mientras paseo por la sala del Círculo de Lectores donde se acaba de presentar su poesía reunida (Ondulaciones, 1968-2007), me acuerdo de todo aquello y me parece que, sin exagerar apenas, ha pasado un siglo. En las paredes de la sala, junto a una cita de Julio Cortázar, José Miguel Ullán ha colgado unos pequeños grabados que él mismo ha bautizado como Agrafismos. “Son esos garabatos –explica Ullán- que voy haciendo cuando las palabras no llegan”. A mí, recuerdo ahora, leyendo a Ullán, nunca me faltaron las palabras; siempre sabía bien dónde encontrarlas. Y así, con la ayuda del poeta, yo construía mi pequeña casa de sueños, mi humilde cabaña de versos, mi frágil e imposible Mínima poemática: “Sólo hemos heredado la noche y el día, el nicho de vino en el que dejamos la frente,/y tenemos hijos de la tierra que escriben/versos analfabetos”. Me lo contaba un viejo emigrante salmantino, a un paso de la frontera con Portugal, en una noche asfixiante de agosto. Él fumaba, uno tras otro, negros Ducados. Y yo tomaba nota, como un niño que era, porque siempre estaba atento a las palabras. Cuando la palabra no llega uno puede dibujar sus propios Agrafismos o puede esperar, pacientemente, la llegada de la palabra. “No podemos desentendernos –advierte José Miguel Ullán- de lo mucho que nunca acaba de dejarse decir”. Y es que el sonido de esa ausencia, silencioso, es una voz que machaca.
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